EL ALMA DE LA CASA

 

  

Fue la primera noche entre sus paredes pintadas de blanco. Con el olor a nuevo de los muebles, mezclado con el olor a septiembre de las fresias amarillas y blancas en el centro de mesa, porque en la casa nueva nos prometimos que nunca van a faltar flores en el centro de mesa. Estrenar una casa es como el año nuevo: Uno se hace promesas, se impone normas, siente que la vida va a comenzar de nuevo y se puede (¡se puede!) cambiarle algunas cosas, volverla más linda. Estábamos contentos. Brindamos, riéndonos alrededor de esta mesa tan grande: "para que quepan todos los amigos". 

La nena hizo una lista de compañeritas que va a traer a jugar al jardín, "y para mi cumpleaños quiero que hagamos la fiesta afuera, con mesitas, y sillas, y una sombrilla grande con rayas y colores". Estuvimos escuchando música, "haciéndonos amigos de la casa". Ninguno de los tres, muertos de sueño, nos decidíamos a acostarnos. -Mira qué lindo se ve el jardín iluminado por el farol... -Y sin el farol, con la luna solamente... tiene color de jardín de verano. Martín y yo nos apretábamos las manos, nos parecía mentira, después de tanto pensarla, después de tanto pelearle el estilo de los muebles y el dibujo de las cortinas..., estar ya aquí, instalados, como arriba del Arca de Noé: ya no importan las tormentas, estamos los tres juntos, a salvo, en la barriga enorme de la casa. -¡Son novios, son novios!- palmotea nuestra hija. 

Y los dos nos ponemos colorados, y nos gusta sentirnos otra vez, como dos chiquilines. Y nos damos un beso en el jardín. Verónica enseguida se interpone, se mete en el medio y pide que la besemos también a ella. Cada uno le besa una mejilla. Y los tres nos reímos con la emoción ajustada en la garganta como una corbata celeste. Era pasada la medianoche cuando nos acostamos. -Vos mañana no vas a querer levantarte para ir a la escuela. -Sí, me voy a levantar de un salto, ni bien me despiertes. Llevamos a la nena a su cuarto, nos pusimos a charlar junto a la cama, sentados en el piso, y de repente nos dimos cuenta de que la gorda dormía con la boca entreabierta. 

Ahora nos tocaba a nosotros. -¿Vos, qué lado queréis? ¿El de la ventana? -Sí, el lado de siempre. Estoy acostumbrada a estirar la mano y encontrarte a mi derecha. Después de apagar la luz, insomne, inquieta, oí crujidos como de pequeñas pisadas. - ¿qué es eso?- pregunté asustada. Con la luz apagada, generalmente todo me da miedo. Cuando era chica escondía la cabeza bajo la sábana sobre la silla, como si fuera una visita fantasmal, o el diablo esperando para cobrarse mis mentiras. -Son las maderas del piso, que se dilatan... Pasa en todos los departamentos nuevos... Dormité.. No podía dormirme. Me faltaban algunos ruidos que me acunaron durante años: el silbato de los trenes, los ronquidos de los motores de los ómnibus de la parada de la esquina, los bochincheros vecinos de arriba corriendo (increíblemente) muebles a las dos de la mañana, el goteo acompasado de la canilla del baño. 

Me pregunté si siempre iba a ser tan silenciosa la casa. Y me respondió un ruidito conocido y alegre: ¿el canto de un grillo? ¿A ver si se oye otra vez? Sí, sin duda. Cada tanto, el "crííí-crííí" le fue quitando el maquillaje al silencio. Y me trepé a su sonajero de lata, y me quedé dormida. A la mañana siguiente, Martín me comentó su desvelo disimulado y la canción del grillo. -Pero si yo tampoco podía dormirme, ¿Por qué no me hablaste? -Pensé que estabas cansada..., creí que era yo solo... Nos levantamos, buscamos el grillo por todos lados. "Lo vamos a encerrar para que no se vaya..., para que sea el ángel tutelar de la casa...

Seguramente entró por el jardín". Abajo de la cómoda, abajo de la cama, abajo de la mesa, de las sillas, del escritorio... Lo buscamos por todos lados. Y por fin, lo encontramos..., muertos de risa: el grillo era la ventana del living, levemente movida por el viento. A cada empellón, un crííí que seguramente le envidiaría el Paganini de los grillos. -Nunca vamos a hacer arreglar esta ventana. -¡Nunca!. Claro que no. Ahora que ya somos amigos de la casa, que nuestros amigos le han dicho piropos y ella se ha sentido como una reina, galanteada, admirada... Ahora que ya tenemos confianza con ella y nos parece que nunca jamás vivimos en otro lugar..., sabemos que lo hizo a propósito..., que esa noche se inventó un grillo loco para darnos la bienvenida, y ahora lo ha adoptado para siempre, y ese violín de azúcar es su alma: el alma de la casa.

 

Poldy Bird

 

Cuando cambiamos de sitio donde vivir, al principio, todo nos parece lindo y todo nos parece raro. El nuevo lugar nos sorprende con un sinnúmero de nuevos sonidos semejando que estuviera habitado. El alma de la casa se hace presente. Y todo eso novedoso, pronto será habitual, y poco a poco, el alma de la casa será una conjunción de las almas de todos aquellos que la habitan, la vivencian y ponen sus sellos individuales al servicio de todos. Cada casa tiene mucho de nosotros; en muchos aspectos. Tiene nuestros objetos queridos, las cosas que usamos para decorarla, nuestras plantas, el color de pintura que elegimos, nuestras fragancias... Pero aparte de todo eso, tiene algo mucho más importante: Tiene nuestros recuerdos... y parte de la historia de nuestra vida. Por eso cuesta tanto mudarse. Porque uno siente que está dejando mucho de sí mismo entre esas paredes, testigos de tantas vivencias... Nueva casa, nueva vida, nuevos proyectos... Eso mitiga un poco el sufrimiento. Pero indudablemente, en cada rincón, en cada baldosa de la casa que dejamos, un pedacito de nuestro espíritu sigue viviendo en forma de recuerdo.

 

 

Reflexión: Graciela Heger A.