LA MEDALLA OLÍMPICA

 

 

Cuando Susan se enteró que estaba embarazada, se preocupó mucho pues hacía dos años que había superado la barrera de los cuarenta años y era consciente de los riesgos que entrañaba su embarazo. Aunque vivía en Estados Unidos, donde es permitido el aborto, como cristiana comprometida desechó las insistentes voces de sus amigas y junto a su esposo Michael confiaron el embarazo al Señor.

Kenneth nació aparentemente como un niño normal, sin embargo las conclusiones del  pediatra fueron contundentes: había nacido con Síndrome de Down, aunque no presentaba los típicos rasgos "mongoloides" que conllevan los que sufren este mal. Desde ese día sus padres decidieron darle todas las estimulaciones y esfuerzos para que pudiera valerse por sí mismo, además de una fe en Dios y en su palabra.

En la escuela especial, conoció a Benny que se convirtió en su compañero de aventuras y juntos destacaban entre el resto de los niños.

Fueron creciendo y ambos se convirtieron en jóvenes atléticos y generosos.

La disciplina con la que los formaron les permitió hacerse de un par de cupos en atletismo para las Olimpíadas Especiales de Atlanta. No les fue difícil clasificar para los cien, doscientos y cuatrocientos metros.

El día de las competencias, mientras los padres de Kenneth lo observaban expectantes desde las gradas, él hizo una oración, corrió con todas sus fuerzas ganando así los cien metros. Michael y Susan lloraron de alegría cuando se entonó el himno de la Unión mientras contemplaban el listón y la medalla de oro que colgaba en el pecho de su hijo.

En los cuatrocientos metros, salió en primer lugar y se mantuvo así hasta la recta final, sin embargo, a pocos metros de la meta se detuvo y se retiró de la pista ante el asombro de la multitud.

Sus padres le preguntaron con cariño:

-¿Por qué hiciste eso, Kenneth? Si hubieras seguido, habrías ganado otra carrera y por lo ¡tanto otra medalla!

-Pero mamá- -contestó Kenneth con inocencia- - yo ya tengo una medalla; en cambio Benny, todavía ¡no tenía una!.

-Para muchos de los testigos de esa carrera, la actitud de Kenneth fue una estupidez mayúscula, pues, en esta sociedad consumista se nos ha enseñado a acumular y atesorar para nosotros mismos. La actitud de Kenneth fue una lección para sus padres y un ejemplo vivo de los que nos dijo San Pablo:

"Cada uno debe dar según lo que haya decidido en su corazón y no de mala gana o a la fuerza, ya que hay más gracia en dar que en recibir por eso Dios ama al que da con alegría"

(II Corintios 9,7)

La verdadera riqueza de Kenneth estaba en "darle" a su amigo la oportunidad de ganar su propia medalla, a fin de cuentas el ya tenía la suya.

Sería bueno que de vez en cuando nos retiremos de la carrera antes de llegar a la meta, sobre todo:

* Cuando discutimos con nuestra esposa/o.

* Cuando queremos que se hagan las cosas a nuestro criterio.

* Cuando hacemos esperar innecesariamente a la gente que nos espera.

* Cuando tenemos que ver la "película" o "partido" que a mí me gusta.

* Cuando tenemos que ir al cine a ver la película que yo quiero o sino no vamos.

* Cuando yo tengo que decir la última palabra en la discusión.

¡Es en esas circunstancias que debemos imitar a Kenneth en nuestras vidas!

 

Erika Muriel Altamirano

 

Llegar a la meta es para todos algo que nos llena de satisfacción, es ver que lo que deseamos se hace realidad, es sentirnos un poco más importantes, es alcanzar el objetivo.

Pero muchas veces las metas a las que deseamos llegar son egoístas y sólo queremos alcanzarlas para sentirnos bien, para asumir que una vez más lo logramos... Esto sucede ante las discusiones cuando queremos tener siempre la última  palabra teniendo o no-razón.

También sucede cuando no nos despojamos ni por un instante de nuestras obsesiones

que tal vez no hacen felices a quienes nos rodean.

Es como que de pronto el Yo impero en nuestra vida y nos olvidamos de que formamos parte de un mundo, que tenemos que aprender a ceder, a dar, a ofrecer... La vida es un diario compartir, pero compartir desde el corazón no compartir porque sí y sin sentirlo.

Si experimentamos la felicidad de llegar a una meta ¿por qué no permitirles a otros que también lleguen? ¿Por qué si decimos amar al otro no aprendemos a ceder?

¿Por qué si deseamos un mundo mejor no aprendemos día a día a compartir?

¿Por qué cuando llegamos al éxito se nos nubla la vista y nos alejamos muchas veces de quiénes nos ayudaron a llegar a él?

Es necesario que nos retiremos de la carrera antes de llegar a la meta cuando prevalece el egoísmo, el capricho, la soberbia, los celos, la malicia, y todo aquello que por momentos forma parte de nosotros y que a veces hasta desconocemos ya que nace de pronto cuando nuestro interior no le da paso al amor o carece de amor...

 

Reflexión: Graciela Heger