TE
INVITO A VOLAR
Cuando
estés relajado, tranquilo y tu imaginación dispuesta a soñar, cierra los ojos
y sentirás cómo mi mano toma la tuya para llevarte a volar sobre mi isla. Nos
elevaremos despacito, sintiendo la cálida brisa acariciarnos y el sonido de las
olas rompiendo en los acantilados.
Sobre
un mar verde, transparente y limpio, los botes de los pescadores se van
acercando a la isla para vender su pescado fresco, chicharros y viejas aún
enganchados en las redes, que brincan sobre el suelo de las pequeñas
embarcaciones.
Pasaremos
sobre pueblos blancos que huelen a pan recién hecho y veremos a los labradores
que, encorvados, trabajan sus vides o siembran papas y hortalizas. Al pasar por
las plataneras algún perro guardián nos saludará con sus ladridos y la mujer
del vigilante, que en el corral da de comer a las cabras y los conejos, lo
callará a gritos para poder escuchar las folias que su hija canta mientras
riega las flores del balcón.
Alejándonos
de la costa, seguiremos subiendo para acercarnos a los pinares que cubren las
medianías de las altas montañas. Volaremos bajito para poder disfrutar del
aroma de los pinos, que se cimbrean cadenciosos al compás de la brisa y, en uno
de los claros del bosque, cubierto por una alfombra de florcillas blancas y
amarillas, podremos descansar unos minutos antes de remontar el vuelo hacia la
cima de las montañas.
Marrones,
negros, rojos, amarillos, blancos... infinitos colores indescriptibles son los
de la tierra que cubre las cumbres, apenas sin vegetación, desde donde
majestuoso, a lo lejos, se divisa el padre Teide con alguna que otra cana que,
del pasado invierno, aun conserva en esta época. Nos adentraremos por las cañadas
entre ríos de lava petrificada y llanuras de arena blanca y, al fin, estaremos
a los pies del Teide, rodeados de sus guardianes, inmensos monolitos que, sin
intención, te hacen sentir pequeño.
Mientras
se difumina la estela de colores rojos y naranja que, al caer la tarde, el sol
ha dejado en el horizonte, esperaremos la llegada de la noche viendo cómo se va
cubriendo de estrellas el cielo, tantas que parece no quedar lugar para una más
y tan cerca que temeremos tropezar con ellas en nuestro vuelo.
Lo
aceptamos. Nunca nos crecerán alas.
Pero
aún tenemos nuestras manos para tocar el cielo...
Anónimo